DEL REALISMO MÁGICO AL TELEREALISMO
(La iconicidad de la utopía)
“No hay identidad sin la presencia de los otros. No
hay identidad sin alteridad”.
Marc
Augé
Partiendo de la premisa;
“la literatura es una realidad virtual que se representa y autorepresenta a
través de lo imaginario”, propongo una revisión teleológica[1]
de la ficción como procedimiento cotidiano, desde el realismo mágico al
telerealismo. Donde la capacidad de imaginar representará una iconicidad[2],
un ‘sueño’ bajo la connotación de lo sugerido por Charles Sanders Pierce (CP 4.
56). En ambos ‘eventos’[3]
estamos frente a la representación de lo real a través de la escenificación y
yuxtaposición de planos escenáticos que constituyen cuadros para ser observados
y padecidos por el espectador-lector[4],
donde la ficción le permite ‘regularidad’ al imaginario y consolida su
reconocimiento. Son planos secretos y segregados que mantienen una profunda
afinidad; es la penetración en los mundos imaginarios, “representados como
imaginarios y falsos, pero que pueden, si los consideramos bien, ser
verdaderos” (CP 4. 512)
El realismo mágico tiene
su ‘génesis indicial’ en el impacto y novedad que provocan las nuevas tierras
latinoamericanas a los descubridores/conquistadores europeos[5].
Posteriormente se convierte en legisigno, un cuerpo normado a través de la
utopía y conciencia mítica latinoamericana, que se estructura paralelamente al
pensamiento histórico (legisigno que sin duda se constituye en réplica del otro[6])
y crea una dicotomía en cuanto a la ‘identidad’ latinoamericana’. La ficción se
cotidianiza en el realismo mágico y produce la acepción del mundo desde la
“extrañeza”, lo cual produce un código panóptico que involucra sus propias
claves de sentido. En oportunidades, reescribe los mitos latinoamericanos, y en
otras, recrea los grandes mitos de la humanidad a través de la cotidianidad que
involucra el devenir histórico, tal es el caso de la novela cien años de
soledad de Gabriel García Márquez, que ficcionaliza la realidad
latinoamericana entrecruzando los planteamientos bíblicos del génesis, el
diluvio, y el Apocalipsis, entre otros, con la realidad histórica de los
caudillos y patriarcas que asumieron la fundación de pueblos y ciudades. Y lo
mítico-universal se localiza, adquiere ribetes y singularidades que legitiman
lugares de la ficción, tal es el caso de Macondo o Comala, lugares de la
ficción que se asumen como propios, cualisignos que a la larga se estructuran
como iconos de un colectivo cultural. Es la posibilidad de asociar una palabra
con imágenes que legitiman un realismo más allá de la realidad inmediata,
realismo mágico que suscita sueños (CP 4. 56) y al mismo tiempo legitima
realidades a través de la reinterpretación y reconstrucción “a la luz de lo
posible”[7].
A través del icono descubrimos nuevas propiedades de lo real, “provoca en la
conciencia la imagen del objeto externo” (CP 4. 447)
Esta singular situación,
particulariza los interpretantes sobre América Latina, abriendo dos posibilidades:
una, desde lo predictivo de la razón positivista que ha acompañado los estudios
historiográficos, y la otra, dentro de la imprevisibilidad de la ficción,
devenida de la imaginación como el gran escenario donde confluye la
cotidianidad reinventada por los interpretantes y la multiplicidad de los
sinsignos que se traducen en objetos dinámicos que generan el enriquecimiento
progresivo y garantizan la supervivencia de la particularidad identitaria de
América Latina.
El realismo mágico es la
glocalización[8] del Barroco europeo, la regionalización
de una estética con pretensiones universales, que aquí se hace radicalmente
mestiza, hibrida en su estructuración, múltiple en su significación, para deslumbrar
a propios y extraños, y maravillar desde las conversiones de la cotidianidad en
realidad mágica. Ese es, a nuestro modo
de ver, el detonante del Boom de la literatura latinoamericana. Porque el gran
principio globalizador de América Latina fue la empresa de la conquista europea,
la ciudad europea se reconstruye en estas tierras y propicia el surgimiento de
una mixtura cultural que desde los sincretismos alienta la construcción de un
nuevo continente.
En
el realismo mágico, una calificación identitaria para América Latina, el nombre
es un signo de identidad. Se convierte en fábula indicial por la
afectivización que se le da al espacio habitado, el cual asume un valor
documental – argumentativo que le produce a la vida una alta densidad material.
En este sentido, el realismo mágico puede considerarse un hipoicono: la gran
metáfora de la identidad latinoamericana, el imprevisible recipiente desde
donde surgen elementos que propician la diferencia, constituyen espacios del
imaginario donde la historia pierde sus cánones y se vuelve mágica, conviviente
con las personas que mueven entre los límites de la realidad y la ficción. Aquí
la literatura se convierte en un recolector de indicios a través del choque
entre realidad y ficción, para crear desde lo reflexivo. Es el ingreso a la
alteridad para lograr la identidad a partir de la ficción. Asumiendo que es tan
real el objeto que se tiene, como el que se evoca.
En
la evolución de la ‘aldea cósmica’ a la ‘aldea global’, el telerealismo asume
una nueva forma de ficción desde la ficción misma. Porque en el telerealismo,
el ‘argumento’ proviene de la autoescenificación de uno mismo, donde los entes
de papel de la ficción literaria, son personajes reales que representan su vida
cotidiana en escenarios simulados. La intención fluye en la dualidad de:
mostrar la ficción, y al mismo tiempo, reafirmar la realidad filmada, en la constitución
de una acción explorativa. El telerealismo ha ido desde la escenificación de
películas y telenovelas, a lo interactivo, donde el gran actante es el
personaje devenido de la realidad misma, de la cotidianidad mostrada sin
artificios sino ambientada en sus escenarios habituales, en sus lugares comunes[9].
Empatía desde la cotidianidad,
reproducción de los espacios comunes e inversión de los roles; me reflejo en el
otro para ser yo mismo; la mismicidad del ser a partir del otro en la
representación de la vida misma. Y esos lugares comunes se han intercambiado,
los espacios de la ficción, preponderantes en los inicios del cine, se ha hecho
domésticos a través de la televisión, que los autorepresenta con personajes
reales que compiten por permanecer en ese lugar, creando toda una sinergia con
el público que se solidariza con su apoyo o se divide en sus preferencias, pero
en ambos casos, ‘interactúa’ con el espacio que rompe los límites entre la
realidad y la ficción. A decir de Marc Augé; “La mejor manera de cautivar a las audiencias es darles la impresión de
que pueden estar en la televisión. De ahí el éxito de los reality show."[10]
Los
espacios del telerealismo se convierten en un inmenso espejo donde me reflejo
tal y como soy, con virtudes y carencias, en el desenvolvimiento cotidiano y no
en el extrañamiento que causa lo fantástico sustentado por soldados invencibles
o superhéroes con cualidades sobrehumanas. El telerealismo deja abierta la
posibilidad de ser ‘quijotes’ para salir a buscar un sueño dentro de mi mismo
espacio, hacer una proyección de mi interior en un profuso espejo que me
refleja tal y como soy, permitiendo una reafirmación de mi mismo[11].
El escenario de la ficción es la vida cotidiana que sirve de ‘recurso
escenático’ para elaborar ‘un retrato de la vida humana’[12].
Es, siguiendo a Andacht, Macdonaldizar el ámbito de vida[13],
hacerlo creíble, legal y pertinente, para legitimar la realidad que se expone a
través de la televisión. La vida cotidiana se constituye en hipoicono; “de por
sí son autosuficientes, sin etiqueta ni representación simbólica” (CP “. 276)
En
el telerealismo la ficción de ingresar a los espacios de la ilusión y el sueño
se hace alcanzable, la utopía realizable; el premio conquistado es el umbral
para salir del anonimato cotidiano y convertirse en prototipo de lo que puede lograrse.
Porque la premiación permite balancearse entre la ilusión y la realidad, los
objetivos que se alcanzan con la superación de las pruebas y sacrificios, son
recompensados con el ingreso al mundo de la fantasía, donde la ficción se
vuelve realidad, y la realidad sigue lindando los bordes de la ficción.
Esta
alternabilidad entre realidad y ficción que puede percibirse en el
telerealismo, la prefiguró Felisberto Hernández en su cuento el Acomodador[14].
En este texto existe un veedor de la ficción que “era feliz viendo”, un ente de
papel que tiene la cualidad de observar a todos, y a través de indicios,
reconstruye una realidad que media entre lo real y lo ficticio. Y al mismo
tiempo él es un indicio para la configuración de los espacios de la ficción. Desde la primera persona, el
narrador-personaje recorre todas las instancias indiciales: “encuentra
conexiones inesperadas” y las va “acomodando” en del decurso de la narración;
es el acomodador de un teatro, espacio donde se entrecruzan la realidad y la
ficción, espacios que son unidos a través de las correrías del acomodador que
estrecha las relaciones y produce la iconicidad.
Pero
el oficio de veedor, lo traslada hacia su cotidianidad y hace de los espacios,
lugares comunes para ver la vida como un gran teatro; “yo hacía una pantalla
del diario y me acostaba con la cabeza hacia los pies” o cuando asiste a un
comedor gratuito: “casi tan grande como un teatro”; la incausalidad invade los
espacios de lo ordinario. En el comedor conoce el dueño que da alimento a sus
semejantes y los acompaña a comer una vez al mes como un director de orquesta
que dirige el “silencio”. Y en esa analogía, el acomodador imagina los objetos
como instrumentos musicales que él ejecuta, mientras proyecta la visión del
ahogamiento de la hija del “director del comedor”. Y al unísono las realidades
virtuales se suceden encabalgando los “eventos ficticios” que crean una
historia textual desde la alteridad[15].
Donde la palabra se vuelve acción de inmediato, solidificando su valor
predicativo, tal es el caso del hombre gordo que grita en el comedor “Me voy a
morir” y en el acto cae muerto, mientras los utensilios de la mesa se humanizan;
“los cubiertos dejan de latir”, se escucha “picotear los cubiertos”; los
objetos conforman un mundo que se autonomiza a través de la ficción y animación
del acomodador, que a ratos se perfila a manera de un proyector de películas, quien
hace “circular” la ficción: “No me quedaba duda; aquella luz salía de mis propios
ojos, y se había desarrollado desde hacía mucho tiempo”.
Entonces
surge la metáfora del silencio como el elemento posibilitador de que el
acomodador pueda convertirse en objeto; “Mis compañeros de trabajo tropezaban
conmigo, y yo empecé a ser un estorbo errante. Lo único que hacia bien era
lustrar los botones de mi frac”; y convertido en objeto puede ingresar al
espacio de la ficción[16],
que recurrentemente está referido a la noche; “Cada noche yo tenía más luz. De
día había llenado la pared de clavos; y en la noche colgaba objetos de vidrio o
porcelana: era los que veía mejor”. En el vidrio está la proyección de su
propia luz, porque a mayor capacidad lumínica, mayor ampliación de las
posibilidades del ingreso al espacio de la ficción que se encuentra en la
habitación llena de vitrinas cargadas de objetos, ubicada en el comedor
colectivo. Esa habitación es resguardada por un mayordomo que parece un
“bicharraco”, que es convencido por el acomodador para demostrarle que ve en la
oscuridad, y que bajo coacción, el mayordomo lo deja penetrar en el espacio de
lo ficcional, en la realidad virtual contenida en las vidrieras y los objetos
expuestos. Y en ese espacio de la observación y la incausalidad se encuentra
con la hija del dueño del comedor que lo hace “verse como un muñeco”,
consolidarse en la iconicidad de la ficción, en el espacio de lo otro, donde es
posible la contemplación de los objetos en movimiento, y que a la postre otorga
la lógica del sentido al cuento. Es la conversión del “mundo de los hechos” y
el “mundo de la fantasía” (CP 1. 321)
En
el espacio del éxtasis y el paroxismo, el personaje narrador se siente
transportado a una dimensión que lo hace proyectarse hacia una regresión de su
vida y aletargarse con profunda nostalgia en su infancia. Y esa evocación es
una supervivencia semiótica (Andacht. 2006) que a la vez es un
autoreconocimiento de su parte humana que aun queda latente en la cosificación
ficcional. Porque a medida que ocurre a las citas en la habitación del
artificio, la cosificación de los cuerpos se hace mas persistente, el
acomodador se hace imperceptible para sus semejantes, mientras que se ilumina
con mayor intensidad en la ficción; cuyos espacios lo devoran y lo llevan a la
fragmentación y tragicidad; lo inesperado
(CP 5.539) aparece en escena cuando la hija del dueño del comedor se fragmenta
frente a él, colmándolo de horror, creando el caos[17]
y desconcierto que provoca la intervención del mayordomo, quien al encender la
luz, permite que el cuerpo de la muchacha se reacomode, e intervenga el padre
recomponiendo el orden. Y el acomodador es echado de la casa sutilmente, sin
insultos, sino con una apelación a su conciencia, que es mediada por la caída
de una mandolina desde una vidriera, que a su vez se constituye en elemento indicial
del destino final del acomodador; que se convierte en un instrumento musical:
“Yo también me di vuelta y empecé a cruzar el comedor haciendo sonar mis pasos;
era como si anduviera dentro de un instrumento”. Y a partir de ese momento se
establecen los límites entre la ficción y la realidad; los objetos le parecen
ridículos y la luz que proyectaba desaparece paulatinamente. La ficción decrece
con el discurso narrativo, el relato se extingue paralelamente a la luz
productora de alteridad y ficción, la palabra se homologa con la luz, y la
literatura es la gran vidriera donde se mueven los objetos al antojo del
acomodador. Es el “Estado Naciente de lo Real” (CP 5.462) que sirve de
argumento para constituir el texto literario, el vuelo de la imaginación que se
homologa a través de lo histriónico. Llenar un mundo de significación para que
“signifique algo para alguien en algún respecto o capacidad” (CP “.228) es el
gran objetivo de la literatura, y por que no, de la vida misma. Aquí la
literatura se constituye en interpretante del representamen de la ficción (CP
2. 228)
El espacio del cine[18]
y las vidrieras para el acomodador en Felisberto Hernández se convierte en una fábula
indicial, espacio desde donde se produce toda la acción y recurrencia ficcional
desde la vida cotidiana. La ciudad como espacio semiótico se constituye en una
fábula indicial. Se convierten en espacios productores de ficción; considerando
la ficción como: “el universo de lo auténticamente falso” (Andacht. 2006) que
constituye las tramas literarias que se convierten en la legitimación de los
mitos, en la cotidianización del referente fantástico, tal es el caso de cien
años de soledad y “el acomodador” de Felisberto Hernández. Mientras en el
reality show, “lo representado es falsamente auténtico”. (Ídem. 2006) Podemos hablar de una fábula urbana con un
profundo valor testamentario - documental; mientras en el realismo mágico nos
estamos refiriendo a la fabulación de los espacios telúricos que intentan
otorgar una identidad al continente a través de la extrañeza y alteridad, el
mito que se une a los rescoldos del impacto y la novedad que aun conservan los
europeos de América Latina como espacio de la utopía; recordemos los intentos
de Tomas Moro y Campanella por fabular sobre una tierra nacida desde la
incógnita. Entre el realismo mágico y el tele-realismo se produce una
dialéctica del imaginario[19].
Son Signos fronterizos que
median entre la identidad y alteridad. Es la producción de un altericidio
(Andacht. 2006) donde se liquida al otro, y al mismo tiempo supone un
alejamiento de la realidad. Donde sus telos, marcan la direccionalidad que
intuyen sus propósitos. Y la verdad se configura en la revelación de la realidad,
una verdad mediada por la cotidianidad y la ficción, al ser estos los principales
constituyentes de la realidad que se intenta representar en ambos escenarios
(la literatura y el telerealismo). Cotidianidad y ficción se constituyen en los
“objetos dinámicos” que generan las posibilidades de significación, al
propender a la disponibilidad de los interpretantes. Esto es, la configuración
de la terceridad; los fenómenos de terceridad se caracterizan por las
posibilidades de significación, las capas de sentido siguen agregándose.
Cotidianidad y ficción se convierten entre el realismo mágico y el telerealismo
en sinsignos por la recurrencia en la singularidad, en la repetición dentro de
estos dos legisignos, como el destino y la consolidación de lo que se concreta.
Entramos en las
fronteras del signo en función a las ambivalencias, (ficción- cotidianidad) es
la externalidad, estructurada en la relación del yo con el mensaje, el yo –
lector-consumidor-espectador trasvasado por la nostalgia. Es la percepción
fenomenal de lo que tenemos frente a nosotros como algo que es parte de
nosotros mismos; “tal como un arco iris es al mismo tiempo
una manifestación tanto del sol como de la lluvia. Cuando pensamos, pues,
nosotros mismos, tal como somos en ese momento, aparecemos como un signo.” (CP
5.283). Y al unísono,
cotidianidad y ficción se nos revelan como una coalición de signos que
comparten sus fronteras, abordan sus límites, para que los interpretantes
dinámicos descubran los secretos ocultos tras el velo de la imagen icónica y nos dejen ver en maravilloso juego semiótico,
todo aquello que existe para ser interpretado.
BIBLIOGRAFÍA.
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atracción de un reality show global”, en Ética, Cidadanía e Imprensa.
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Hartshorne and P. Weiss (eds), Vol 7-8. Cambridge, Mass.: Harvard University Press, 1931-35
[1] “La ocurrencia del interpretante como un efecto del signo como tal, y
por lo tanto como dependiente del signo más que del acto de interpretación del
signo” (Ransdell. 9)
[2] Iconicidad bajo el fundamento del icono como elemento que facilita al
intérprete las probabilidades del objeto para su existencia como tal (CP 4.
447)
[3] Eventos en el
sentido perciano; evento como representación de otro evento que procura otra
representación. (Debrock. 1991: 55)
[5] Recuérdese el
surgimiento de América Latina a través de las crónicas, elementos de historia
ficción que subjetivizan el hecho histórico y le dan profundas connotaciones de
real-maravilloso.
[8] Fernando
Andacht, lo introduce para indicar la adaptación regional del programa
televisivo Gran Hermano.
[10] Entrevista concedida por Marc Augé al Diario La Nación.
[11] Las teoría de
Lacan siguiendo a Freud, han ahondado en esta temática del reflejo del yo en el
otro. Enmanuel Levinas, aduce que logro mi identidad en la solidaridad con el
otro que soy yo mismo.
[13] Fernando
Andacht. “Elementos semióticos para abordar la comunicación visual e indicial
de cada día”
[15] El narrador-personaje logra la identidad a través de la alteridad, la
alteridad convive con lo cotidiano. La alteridad es una autorepresentación.
[16] Los participantes en el telerealismo
también deben convertirse en objetos para ingresar a l os espacios de la
ficción. Objetos que son observados y observables por un público que permanece
más allá de los espacios simulados
[17] Esta
circunstancia se constituye en Terceridad. Al propender al orden y producir el
desencadenamiento de la historia textual. (CP 6.97,6.298)
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