El dilema de la vejez en la narrativa de Gabriel García Márquez
Luis Javier Hernández Carmona
Universidad de Los Andes, Venezuela
luish@ula.ve
Resumen
Este trabajo intenta estudiar algunas obras narrativas de Gabriel García Márquez desde la isotopía de la vejez como agente dinámico que construye mundos posibles basados en la ficcionalización de la cotidianidad. Historias que reflejan a seres del desarraigo y la imposibilidad vulnerados por la vejez y la soledad, personajes atropellados por la historia real se refugian en sus espacios íntimos para construir campos enunciativos como formas de leer el mundo desde la lectura de sí mismos y crear historias textuales a manera de reflexión.
Palabras clave: Vejez, Soledad, Enunciación, Cotidianidad, Ficción.
Abstract
This work tries to study some Gabriel Garcia Marquez narrtive works from the isotopy of the oldness as dynamic agent who constructs possible worlds from the investment of the causality produced by a ficcionalización of the commonness. Histories that reflect beings of the uprooting and the impossibility damaged by the oldness and the loneliness, prominent fi gures knocked down between the royal history shelter in his intimate spaces to construct declarative fields as ways of reading the world from the reading of yes same and of creating textual histories like reflection.
Keywords: Oldness, Loneliness, Statement, Commonness, Fiction.
El secreto de una buena vejez no es otra
cosa que un pacto honrado con la soledad
Gabriel García Márquez
Historia y ficción: las posibilidades de narrar
La vejez, históricamente excluida y recluida de los espacios sociales, ha sido representación de inutilidad y decrepitud, muestra del deterioro corporal que simboliza las ruinas humanas y restan esplendor a la vida. Pero en la literatura, con las ruinas ocurre un hecho verdaderamente extraordinario: a partir de los románticos, comienzan a transmutarse en referentes de ensoñación, posibilidades de representación de los recuerdos; para Víctor Hugo, no existe elemento más evocador que las ruinas.
Desde tiempos pasados la literatura ha acudido a los no-lugares culturales para crear sus mundos posibles convertidos en profundas instancias reflexivas a manera de ilustración panorámica; recordemos la novela picaresca española, la novela Los Miserables de Víctor Hugo, y el mismísimo Don Quijote de la Mancha, quien extraordinariamente combina la locura y la vejez como ejes productores de la historia textual que desacraliza las novelas de caballería e instaura la novela moderna. En estos textos se intercambian los roles y otorgan al héroe la mayor carga semántica para que interactúe en el espacio semiótico de la literatura de manera autónoma y subversiva de los cánones históricos. Porque para estos, lo viejo es sinónimo de reliquia, inamovilidad que cada vez más se diluye en la memoria del olvido.
Esa particularidad romántica de mirar las ruinas y lo antiguo como detentador de significación y generador de nuevas y variadas ensoñaciones la encontramos en la narrativa de Gabriel García Márquez, convertida en una posibilidad para fabular, de convertir sus novelas en dioramas que ejercitan el principio fundamental de la fotografía y la memoria en la representación teatral de la vida, donde envejecer es hacerse isotopía subjetiva-literaria que demarca la cotidianidad construida como referente literario.
Si ayer la fábula se basó en la animación de personajes-animales con una intención estrictamente didáctica-moralizante, hoy día, en la narrativa de García Márquez se fabula desde la vejez que retoma su papel protagónico dentro de campos enunciativos disímiles que lindan entre la realidad y la ficción, donde espacios de la cotidianidad y la periferia se transforman en ejes generadores de significación. Tal es el caso del cuento Era un hombre muy viejo con unas alas enormes (1983), o la novela Memoria de mis putas tristes (2004). O, desde un espacio histórico con las novelas: El coronel no tiene quien le escriba (1989), El otoño del patriarca (1980), y El general en su laberinto.
Comencemos tomando en cuenta los textos de referencialidad histórica que aluden a un militar en su ocaso, representado por un personaje desdoblado en un sujeto sintiente-padeciente que percibe la realidad desde sus espacios íntimos. Textos que demarcan sus historias textuales a través de la asunción de otro tiempo narrativo signado por la imprevisibilidad de las acciones e inversión de la causalidad histórica, donde la soledad es convertida en hecho estético, historia fabulada que representa la transmigración de lo real a lo humano con la potenciación de los personajes como instancias trascendentes en medio de la cotidianidad y los artilugios de la palabra para formar mundos posibles desde el sujeto enunciante-sintiente que a través de la vejez crea espacios de la ficción-reflexión.
Y bajo esta concepción estética de incorporar referentes periféricos a las historias textuales, García Márquez establece una constante en su obra que se fundamenta en la desincorporación de los personajes de los tiempos históricos, que cuando son incorporados a la historia literaria se vuelven seres dignos de compasión; envueltos en una profunda nostalgia los hace transmigrar a espacios de la trascendencia que forman parte de una cotidianidad que se hace extraordinaria. Magistralmente la ficción forma parte de esa cotidianidad como campo enunciativo y los personajes en medio de ingenuidad o destino literario se ubican en un contexto donde son asediados por hechos inverosímiles como la muerte natural e interpretada como proceso demarcativo de la culminación del tiempo histórico.
En la dicotomía literatura-vejez, los personajes de García Márquez son muestra de la escritura que alegoriza los días de gloria, bien sea representados por la fuerza de la juventud o las posiciones militares ocupadas en un proceso histórico que sirve de agente legitimador de la ficción literaria. Dentro de esta operatividad narrativa sintetiza todo un proceso histórico a partir del relato ficcional que encubre una verdadera historia no contada y abre la posibilidad desde la perspectiva del ocaso del poder para la interpretación no explícita.
Un caso emblemático ocurre con los patriarcas en la obra del nobel colombiano, quienes luego de sus muertes o en el ocaso de sus vidas ingresan a la literatura como la memoria más allá de la desmemoria histórica para remover el tiempo ido que comienza su refiguración a partir de la ficción narrativa, tal y como está expresado en El otoño del patriarca: “Fue como penetrar en el ámbito de otra época, porque el aire era más tenue en los pozos de escombros de la vasta guardia del poder, y el silencio era más antiguo, y las cosas eran arduamente visibles en la luz decrépita”. Hay otra dimensión narrativa que delinea el personaje más allá de los atisbos de lo real para crear relaciones de significación a partir de la vejez y la soledad a manera de isotopías generados del sentido literario-simbólico.
Este procedimiento artístico de Gabriel García Márquez hace dialógicos sus textos narrativos con otras obras del abandono y la soledad, de seres condenados al olvido y rescatados por la memoria literaria. Rápidamente podemos evocar los personajes y la obra de Juan Rulfo que indudablemente constituye un íntimo diálogo latinoamericano de la utopía perdida. Y de igual forma, evocar el Señor Presidente de Miguel Ángel Asturias o Yo el supremo de Augusto Roa Bastos, quienes también estructuran sus obras a partir de un dictador inespecífico y universal que alegoriza a cualquier gobernante en algún lugar latinoamericano. Dictador que se hace múltiple en El otoño del patriarca, generalizándose en la figura del “anciano más antiguo de la tierra, el más temible, el más aborrecido y el menos compadecido de la patria que se abanicaba con el sombrero de capataz” y quien resguarda a otros patriarcas en desgracia para que no se hundan en los despeñaderos de la desmemoria. Es una reunión de voces en tránsito hacia el ocaso de un régimen totalitario que cede ante los empujes de la modernización: las ‘ondas de radio y las imágenes de televisión’ que entretienen y engañan al patriarca en su ocaso y desintegración de la memoria colectiva y de la misma suya.
En este sentido, el hecho literario o mundo posible que se construye a partir de la alegorización del referente histórico apunta hacia una realidad deconstruida, liberada de la objetivación cientificista de la historia y articulada a través de elementos deconstructores como la ironía, la parodia y la desacralización. Todos los espacios están caracterizados por una lluvia constante que pone ‘los huesos húmedos’ y moja el alma haciendo más tétrico el panorama de los espectros que deambulan en medio de su laberinto. Es la alegorización específica del espacio emblema utilizado por Gabriel García Márquez en sus textos: Macondo, la metaforización del espacio latinoamericano como escenario de utopías y sueños encontrados. Latinoamérica es Macondo, tierra del coronel Aureliano Buendía, o más bien, nuestros patriarcas sienten su simbolización a través del fundador de la estirpe de Cien años de soledad.
Llueve y no fecunda sino que entumece, aísla de la realidad, separa del otro lado del mundo que existe más allá de la lluvia constante, espacio divisor entre una realidad y otra. El general en su laberinto se mueve en medio de una lluvia eterna, desde el siglo diecisiete le recuerda su desgracia y acrecienta los males. Es vivir bajo la lluvia y en medio de baños depurativos una vida que se convierte en ambivalencia entre el uniforme militar y la desnudez; el poder y el desamparo, el ser militar es una especie de anticipación a la soledad y abandono. Y esa misma condición de militar los aleja de la vida y los acerca a la muerte, los lleva al desamor, desamparo y desarraigo, hasta que llegan a la literatura y pueden reflexionar sobre sus vidas a través de un narrador que se convierte en veedor de la historia textual, quien es voz y testimonio de los hechos reconstruidos a partir de la ficción literaria.
Bajo esta perspectiva la literatura es un espejismo a través del cual se ve la vida, especie de ferrocarril de la nostalgia que permite repasar la vida a través de la acción narrativa de un enunciante que recapitula la vida del personaje, y al mismo tiempo, otorga la oportunidad de reescribir la historia desde los espacios íntimos. Dar paso a la subjetividad para que libere todo su potencial creador y deje las amarras de la racionalidad histórica y conmemorativa que niega los sujetos y magnifica los acontecimientos. Y la vejez será una conveniente y convincente isotopía para enunciar desde espacios íntimos fundamentalmente estructurados bajo la ambivalencia memoria/desmemoria, porque la vejez permite el trastrocamiento de los espacios de la certeza y funda la posibilidad desde la imposibilidad y el azar que conviven en los procesos de recordación, que en realidad son ejercicios de la imaginación y creación de mundos ensoñados, convertidos en falacias argumentativas.
Convenimos que García Márquez desdobla la historia en otra; cuenta la historia del antihéroe y así interpreta toda la idiosincrasia de un continente que se formó bajo el apareo de las espuelas y las armas. Es la alusión del paso de la historia y la transformación de la aldea y comarca en la ciudad que hace huir los fantasmas rurales aturdidos por los ruidos y balancines de la modernización. Otorga una nueva oportunidad a la historia de reconstruirse a través de estructuras alegorizantes de un sentir colectivo (mitos, leyendas) e interpretan todo un sistema de significaciones latinoamericanas. Un cruce de historias que desde el texto narrativo aluden de manera cierta a las tantas historias latinoamericanas diluidas en la inmensidad territorial y agotadas en el ocaso del poder.
El coronel no tiene quien le escriba, El otoño del patriarca, y El general en su laberinto (García Márquez, 1989; 1980; 1989b) demarcan dentro de su espectro narrativo la asunción de otro tiempo con la penetración en ámbitos que alegorizan regiones cósmicas alejadas del tiempo histórico presente y dan la impresión que todo flotara en evidencia de una época distinta, donde sus pobladores deambulan como espectros por un laberinto que los lleva inadmisiblemente hacia la condena y la derrota. Es la metahistoria que surge desde la literatura en alegorización de la realidad; es, como dijera Nietzsche (1971), el gran juego de la historia que lo ejerce quien se apodera de las reglas para desenmascarar la historia y sus procedimientos de enunciación, y en nuestro caso concreto, quien se apodera de la historia es el personaje enunciado desde sus espacios íntimos, desde sus flaquezas y temores representados por la lógica patémica que establece nuevas coordenadas de sentido y representación.
García Márquez se apodera de la no voz de estos exilados y fabula una historia con profundos visos sugeridos de realidad: seres sin destinatario, olvidados por la historia, condenados a la soledad, al exilio de la memoria y a la presencia dentro de la literatura. No existen nombres de pila que los identifique sino que son generalizados a través de la jerarquía militar y la vejez que los lleva a la adecuación universal dentro del contexto latinoamericano y abre la posibilidad interpretativa de ubicarlos dentro de contextos análogos. Seres viejos y olvidados fuerzan su reconocimiento en lo extratextual, en las dimensiones simbólicas que asumen al convertirse en protagonistas de la nueva historia que habita en la literatura.
Por lo tanto escribir es reconstruir la historia a partir de las ruinas y escombros que van quedando con el paso del tiempo para dirigir el acto enunciativo hacia el ocaso, en el cual la autoridad se ha perdido y ha recuperado tardíamente la condición humana. Han vuelto a ser hombre luego de ser Patriarca, General o Coronel, mientras la vida se ha esfumado en las divagaciones del poder, y el recorrido hacia la muerte –como liberación– se transfigura en laberinto: “Entre el presente y la muerte se abre un abismo, el abismo entre el yo y la alteridad del misterio. Vencer a la muerte no es problema de vida eterna. Vencer a la muerte significa mantener una relación con la alteridad del acontecimiento que es aún la relación personal” (Levinas, p.37). Estos textos son muestra de la constante lucha contra la muerte y el olvido. Seres negados y borrados a partir de la incomunicación y condenados a conocer el mundo a través de terceros que fungen como su voz y escucha; deambulan por el espacio que irremediablemente los lleva a la derrota, pero al mismo tiempo, a la vida literaria como realidad alterna que permite una libertad azarosa.
Tres seres seniles deambulan la historia desde la sombra del olvido; alejados de la historia espléndida se convierten en seres cotidianos que con su decrepitud fundamentan un universo narrativo que cuenta desde las vertientes de la cotidianidad. Lo viejo asalta el discurso narrativo y bifurca una historia, que además de establecer un estamento significativamente ficticio, emula lo instaurado por el Quijote con la introducción de un viejo como actante fundamental de las narraciones, y desde donde, se trastoca un espacio histórico a través de lo lúdico-imaginativo que crea nuevos espacios enunciativos donde “la representación ‘ficticia’ de la ‘realidad’, cuyo horizonte es lo suficientemente amplio para llegar a englobar tanto la escritura de la historia como la ficción literaria, pictórica o plástica” (Ricoeur, 1999, p.137).
Los espacios literarios son confluencia de historia y ficción a modo de universo narrativo que funda ejes de representación desde la imposibilidad de los personajes que deambulan desde el ocaso del poder hacia una historia envejecida que muestra sus debilidades y contradicciones a través del lado humano revelado en las postrimerías de la muerte, que mermados en sus condiciones físicas se hacen estamento literario, referentes del proceso creador ficcional.
La sensualidad cálida y decadente, decrepitud y sensualidad
Un hombre muy viejo con unas alas enormes, es la parodia desacralizadora que hiperboliza la cotidianidad frente al pensamiento místico. En esta oportunidad, el viejo con las alas enormes es la antítesis del hombre-pájaro de la mitología; además de representar la ironización de los ángeles, es el ángel convertido en patriarca que ha perdido sus poderes y se ve obligado a convivir con los humanos encerrado temporalmente en un gallinero.
La imagen de la extraña y vieja criatura alada es motivo para que los dueños del gallinero se enriquezcan mostrándolo ante los sorprendidos vecinos. Lo extraordinario se hace circense; espectáculo que irrumpe la cotidianidad, pero que en el decurso narrativo se hace cotidianidad y lo extraordinario se hace banal. La vida de la comunidad cambia motivado al azar en la caída del ángel, que luego vuelve a la normalidad cuando surge otro hecho trascendente en la comunidad, y el hombre viejo recupera sus poderes y se pierde volando en el infinito.
En este cuento, las figuras místicas-estelares se cotidianizan al salir de sus espacios sagrados para recolar en otros escenarios que para nada simbolizan lo sacro, tal es el caso del gallinero, donde la referencia de ave de corral quita toda majestuosidad a la figura alada y la circunscribe a un ámbito doméstico, a la morada de los humanos y sus triviales quehaceres. Recordemos con Marx que el reflejo religioso desaparece cuando se hace cotidiano a través de la racionalidad de los hombres, funcionabilidad que en García Márquez es un referente recurrente, porque en su obra, lo extraordinario surge de la misma cotidianidad que legitima los hechos. Aquí lo extraordinario del hombre muy viejo con alas es convertido en hecho literario a partir de la inserción de las circunstancias enunciativas dentro de la cotidianidad, esto es, la convergencia entre la conciencia histórica y la conciencia mítica.
Dentro de estos rangos de interpretación se produce un encadenamiento de significaciones y resignificaciones que construyen un complejo campo semiótico, una manera de interpretar a partir de la dinamicidad de las circunstancias enunciativas que proveen de referentes a los enunciados para su movilidad lingüístico-simbólica. De allí que las circunstancias enunciativas sean los escenarios cambiantes de la referencialidad y el sentido de los discursos, y con respecto a los discursos estéticos se tornan muy interesantes e influentes en las interpretaciones. De allí la inserción de la cotidianidad a manera de espacio de la enunciación que contiene toda una lógica ficcional que deviene de ella misma.
Porque dentro de estas circunstancias enunciativas podemos distinguir dos tipos: las reales y las simuladas, pero en ambos casos, estamos frente a la construcción de imaginarios a través de mundos narrados donde convergen lo intra e intersubjetivo. Como situaciones comunicativas reales tipificamos la cultura, lo histórico, social, mítico, económico, político; es decir, a esos imaginarios reales que Castoriadis (1983) llama de segundo grado, y que conforman lo que podemos llamar la exterioridad para referir las circunstancialidades enunciativas como contextualizaciones de lo real, que además de establecer relaciones de objetividad y certeza, sirven para legitimar los discursos estéticos.
Mientras que como simuladas entendemos las que se constituyen en historia textual o historia narrada y permiten el trastrocamiento de la llamada realidad real; por ello, insistimos en el manejo de la cotidianidad por parte de García Márquez como un campo enunciativo que quiebra las lógicas y funda otras. Huelga referir este procedimiento estético en su emblemática obra Cien años de soledad donde la imaginación es el instrumento que enuncia la realidad a través de la reescritura del mito cristiano y mediante la creación de una metaficción que incorpora el mito como la exégesis del símbolo, y como símbolo despierta la intuición que solo el lenguaje puede explicar. El símbolo consigue reunir lo más diverso y lo homologa en la conciencia cósmica; el lenguaje reúne lo singular y lo va llevando a esa conciencia cósmica que se convierte en una mirada del alma.
En tal sentido podemos hablar de un proceso textual de la ficción, puesto que esta proviene de la inverosimilitud del hecho extraordinario que se hace real a través de su cotidianización; lo que define la presencia de una conciencia mítica que subyace en el inconsciente colectivo como isotopía concatenante que permite establecer las relaciones de significación-representación al tiempo que genera una situación que subvierte el orden lógico de las cosas a partir de la imprevisibilidad cuando se trastoca la figura alada al ser representada por un viejo a través de la paridad oposicional ángel/senilidad, que representa la historia envejecida, los mitos envejecidos como el hombre que los sustenta en su devenir histórico.
A esos procesos consecutivos de leer las realidades reales o simuladas los rige indudablemente lo sensible-experencial de los sujetos enunciantes (indistintamente autor, narrador, personaje o lector) que integran a los espacios de reflexión, sus espacios intrasubjetivos. Porque la lectura desencadena una serie de procesos consecutivos que conforman la interpretación de lo percibido, desde experiencias particulares hasta relaciones de significación contenidas en lo colectivo, a partir de lo que Jung (1988) determinó como arquetipos de inconsciente colectivo.
Esta apreciación tambalea los mundos de la certeza constituidos por la inamovilidad de la historia y la realidad. Ya la historia no se constituye en una especie de pasado eterno, lo mismo que la religión y su contención en las sagradas escrituras. El padre pasado se hace Dios eterno, eso es lo que sucede con los héroes de la independencia, los grandes patriarcas de las nacionalidades que en Latinoamérica tienen un peso determinante en los modos y visiones de abordar la realidad. Los dioses y los héroes no envejecen, solo envejecen los míseros mortales; lo interesante es que en la literatura es posible la imposibilidad de hacer envejecer a los personajes históricos y míticos e incorporarlos a la cotidianidad de los hombres.
En esta importante referencia, hasta lo místico envejece, es factible de ser intervenido por el tiempo y su proceso de desgaste. Lo místico en su advocación de reliquia se transforma en antiguo y trastoca la noción de imperecedero e incólume que ha acompañado siempre la iconografía religiosa. Esta referencia nos refuerza la apreciación sobre el inmenso trasfondo en cuanto a la conciencia mítica que acompaña la gran mayoría de textos narrativos de García Márquez. La lozanía mística y eterna que acompaña los referentes de la iconografía religiosa, se ve trastocada en este cuento de García Márquez, ya que enuncia la posibilidad de intercambiar roles a partir de la ficción. Intemporalizar desde la misma causalidad impuesta por los cánones religiosos. Esto es, reescribir la ficción a partir de la ficción misma.
La mengua física como posibilidad literaria
En Memoria de mis putas tristes el amor es expresión del lenguaje corporal, tanto escrito con sus manifestaciones en el espejo, o las expresiones del enamorado para intentar describir el sentimiento. Esta narración se funda en un código lingüístico-corporal que inventa el enamorado para interpretar las reacciones del cuerpo dormido frente a las palabras de amor, ante las confesiones frenéticas de quien lo entrega todo a través del sentimiento.
En esta novela se trata de resucitar un cuerpo a través de la incorporación del deseo que se convierte en advocación amorosa. Es volver a ser joven, a pesar de los noventa años. Volver a un estadio originario desde donde es posible desafiar el mundo y las incausalidades. Aun cuando ese amor revitaliza en apariencia, porque en el fondo quema denotando el sacrificio que prueba la pureza del amor, de la misma forma que se convierte en campo enunciativo: “La prueba amorosa es una puesta a prueba del lenguaje: de su carácter unívoco, de su poder referencial y comunicativo” (Kristeva, p.2).
De allí que el nonagenario narrador de Memoria de mis putas tristes deja mensajes en el espejo intentando establecer una relación entre el sueño y la vigilia, crear una corporalidad desde la palabra que defina y describa el sentimiento hacia la adolescente. Y así, en el desarrollo de la novela el amor se constituye en la búsqueda de una construcción sígnica que medie entre el sujeto y el objeto amado, o en todo caso, pretendido. Por lo tanto, la intención narrativa es un ejercicio por establecer un código que permita comunicar sus sentimientos e intenciones. Ejercicio narrativo hecho monólogo que permite visualizar las diferencias entre los personajes y las circunstancias enunciativas tan disímiles en que se mueven. Son circunstancias análogas con el cuento Ojos de perro azul donde los enamorados nunca se encuentran en la vigilia, por lo tanto, no pueden conocerse.
Separados por medio de la imposibilidad afectiva, los personajes son unidos a través del hilo discursivo que teje el narrador, quien es el cuentandante de la historia textual, el orfebre de la ficción que se cuenta a través del paralelismo entre autobiografía y deseo; amor y vejez. Porque el narrador se mueve entre su pasado y el presente narrativo, una ambivalencia enriquecedora que permite la acción vinculada a una memoria asida a los espacios íntimos, a los niveles intrasubjetivos que lo hacen profundamente humano, al mismo tiempo, extremadamente vulnerable a su soledad y designio textual.
En Memoria de mis putas tristes se cuenta desde la memoria de la cotidianidad (García Márquez, 2004); lo intrascendente se hace historia textual; un ser sin abolengo ni trascendencia emerge desde el anonimato de traductor para escribir su memoria desde la historia de amor fundada alrededor de una virgen y adolescente, inocente e inconsciente de su rol de prostituta. Esto es, indudablemente, un amor desde la abyección y la alteridad, donde la cotidianidad se convierte en ficción, y la ficción, en memoria impelente. Así queda registrado en la novela cuando el nonagenario narrador confiesa: “Dicho en romance crudo, soy un cabo de raza sin méritos ni brillo, que no tendría nada que legar a sus sobrevivientes de no haber sido por los hechos que me dispongo a referir como pueda en esta memoria de mi grande amor”.
Esta última novela publicada de Gabriel García Márquez es ejemplo tácito de la metaforización de los no-lugares culturales como espacio semiótico literario, a saber, el burdel y la vejez. Dos isotopías que se encuentran en la periferia, en las fronteras de las esferas culturales, tratando de ser excluidas y recluidas en la extraterritorialidad, desde donde se convierten en objetos dinámicos que generan una profunda y significativa semiosis que implosiona lo establecido. Porque la literatura como agente modelizador de segundo grado se convierte en los ejes de una contracultura que cuestiona las apariencias éticas de las sociedades.
Un nonagenario narrador ubicado en un burdel al tiempo de la mengua de su estado físico, para el cual, los intentos eróticos se convierten en profundos sentimientos de protección para con la prostituta adolescente y virgen que le suministra Rosa Cabarcas para que celebre sus noventa años. Del planteamiento de una aventura erótica surge el amor paternal que lleva a proteger a la joven que duerme durante las sesiones programadas en el burdel, cose botones de día, y aprende a leer a través de los mensajes que él deja en el espejo del baño en el cuarto.
La historia textual se desarrolla en la diversificación y poblamiento de espacios en la búsqueda de familiarizar los lugares de la periferia y abyección, hacerlos cálidos para el personaje que busca satisfacer sus deseos de compañía en procura de aliviar su soledad implícita en la vejez. Esta circunstancia conduce a la construcción de locaciones enunciativas representadas por el intento de poblar espacios, domesticándolos, con la finalidad de trasladar la casa al cuarto del burdel para humanizarlo en la senda del amor y los arquetipos de la familia del narrador, representados por los libros, los cuadros de la madre, la música de Mozart, las flores nuevas que sustituyen el estatismo y rigidez de las flores de papel. Una forma de integrar la naturaleza íntima y sensible frente a la frialdad del cuarto de ocasión, conjurar la soledad a partir de la prolongación de los espacios cálidos.
Es la transmutación de tiempos y espacios para volverlos complementarios; así lo metaforiza la frase escrita por el personaje en el espejo del baño en el cuarto donde comparten el sueño y la vigilia: “Niña mía, estamos solos en el mundo”, frase que simboliza un compromiso unilateral, puesto que ella es ajena a los acontecimientos; solo espera ser poseída, ser sacrificada. Aún más, no sabe leer ni escribir, por tanto, ese mensaje nunca le llegará para establecer la reciprocidad. Ello conduce a un destino, el amor es un acto de la imaginación; un acto percolutivo dirigido al espectador de los acontecimientos. Al lector de la novela que será quien interprete esta especie de monólogo que ha establecido el nonagenario personaje y Delgadina a través de Rosa Cabarcas.
El discurso narrativo se convierte en espejo para mirarse, verse en el otro que desde la vejez, y la decrepitud asume el rol protagónico e interactúa en espacios modernos al descender de la historia que lo ha atropellado y obliga a refugiarse en espacios domesticados como el gallinero, o el prostíbulo, espacios que siguen de alguna manera reflejando una reclusión domiciliaria dentro de la cosmovisión cotidiana y sus posibilidades de alentar un imaginario personal que se colectiviza a través del lenguaje y las notaciones de conocimiento que involucra.
Vejez y soledad: la resignificación del mundo
La intención de fabular desde la vejez en García Márquez lo vemos como el recobrar la función del patriarca que se ha perdido en la historia lineal-cronológica, reinventar la relación de la historia y el patriarcado en tiempos de extinción, cuando por paradoja, lo viejo reclama su participación. En todo caso, es la manera de recuperar las formas enunciativas del poder; asumir los discursos paradojales de la literatura para crear un mundo estético fundado en las dudas razonables que hacen autárquicas las creaciones literarias y que alegorizan implícita o explícitamente una relación con América Latina y su notación en función de los patriarcas, que a la postre es el encuentro con la historia.
El dilema de la vejez y su profundo entramado con las angustias humanas propicia en la narrativa de Gabriel García Márquez la irrupción de lo cotidiano como el gran metatexto que fundamenta las historias textuales para hacerlas una recurrencia entre la historia y la ficción, donde los extremos se confunden, las certezas se tambalean, y las subjetividades convocan las angustias del ser para continuar la recurrencia de la literatura, entrelazar un lector y el texto con una realidad palpable que escapa de los razonamientos específicamente lógicos para diluirse en la ficción y sus atributos para escapar hacia las regiones de la imaginación. “Mediante sus actos cotidianos de significación, la gente representa la estructura social, afirmando sus propias posiciones y sus propios papeles, lo mismo que estableciendo y trasmitiendo los sistemas comunes de valor y conocimiento” (Halliday, p.10).
En todo caso la literatura se hace refugio de la vejez para constituirse en dilemática a través de la apertura de nuevas posibilidades para reconocerse en el otro que representa la merma y la decrepitud; articular espejos para ubicar rostros y experiencias que nos tocan de cerca, asustándonos en el embrujo de regocijarnos en ellas. Y al mismo tiempo convoca la soledad como campo enunciativo, articulador de reflexiones desde los espacios más íntimos de los relatores de las historias textuales, ungidas de cotidianidad e inverosimilitud dentro de la concatenación de los mundos narrativos; esferas y perspectivas para leer la realidad y su paridad oposicional entre real y ficcional.
La vejez como espacio semiótico invade la historia textual y se adueña de ella, la vejez a más de dolores, no representa una limitación física, sino el soporte del acto creador que disuade lo socialmente establecido, a través de una revuelta íntima de los personajes y su conversión en paradoja discursiva; personajes disonantes llevan sobre sí la lógica de la imposibilidad, que es al mismo tiempo la lógica del sentido textual. Tal es el caso de Memoria de mis putas tristes, cuando la vejez comienza a minar los pasos del narrador-personaje y a consumir el discurso en “los presagios inequívocos del final”, final apoteósico que se produce cuando sobrevive a sus noventa años escuchando las doce campanadas que ponen punto fi nal a ese día, durmiendo a un lado de Delgadina; “que empezaron a cantar los gallos, y enseguida las campanas de gloria, los cohetes de fiesta que celebraban el júbilo de haber sobrevivido sano y salvo a mis noventa años”. Y desde ese momento, hace un pacto con Rosa Cabarcas, al querer comprarle la casa para convertirla en su refugio de amor, un pacto que dice que al morir alguno de ellos, el otro se quedará con todo y se lo legará a Delgadina.
Y allí surge la mayor imprevisibilidad del relato; al conocer el nonagenario narrador, por parte de Rosa Cabarcas, que Delgadina está; “lela de amor por él”. Lo inverosímil se agencia en el relato al referir el mundo de los sueños de Delgadina como el mundo conciente y reflexivo; el espacio onírico es el espacio semiótico que ha permitido la homologación de las fronteras, la conversión de los no-lugares en lugares de la realización y la felicidad; lo profano se seculariza bajo la ritualidad del amor, que hace de la ficción la realidad desde donde escribe la memoria el anónimo anciano: “Era por fin la vida real, con mi corazón a salvo, y condenado a morir de buen amor en la agonía feliz de cualquier día después de mis cien años”.
Al final los límites se diluyen, el plazo de vida se extiende a los cien años, lo cronológico cede frente al mundo posible literario que disipa los temores y flaquezas físicas; vence el olvido y reconstruye una memoria desde los no-lugares culturales para el enriquecimiento del espacio semiótico que se vuelve infinito bajo la lectura de los interpretantes. Cien años como la cronología de la ficción en García Márquez; cien años como el punto de llegada, y al mismo tiempo, de partida de las historias textuales para iniciar un movimiento aleatorio hacia el eterno retorno de los seres que enuncian desde la vejez y la soledad.
La imprevisibilidad de los personajes propicia la implosión dada por la vejez, que en vez de significar el aletargamiento del cuerpo, se convierte en dinámica textual, y desde allí se consuma la generación del discurso de la alteridad. El momento narrativo asume las características de un embrague porque todo lo que en él ocurre está impulsado por la inversión de la causalidad lógica-real, desde donde se promueve la convulsión y el tambalear de las certezas, permitiéndose el surgimiento de manifestaciones emergentes. No se sabe con certeza cuál es el destino de estos seres de la imposibilidad porque la imprevisibilidad confunde los planos narrativos, desorienta los lectores y permite crear nuevas lógicas de sentido fundadas sobre constructos eminentemente ficcionales.
De esta manera el dilema de la vejez en la narrativa de Gabriel García Márquez se convierte en un disyuntor discursivo, esto es, un separador ético que funda una realidad paralela a la realidad real, y desde allí subvierte el orden, funda otra lógica de sentido, propicia la irrupción de la ficción y su inagotable red de significaciones. Al mismo tiempo hace de los personajes seres profundamente nostálgicos, bajo la añoranza de tiempos que no volverán, tiempos que solo pueden existir en el discurso literario y los reinos de la imaginación. Más allá de los confines narrativos quedan los objetos históricos para centrarse en sujetos profundamente sensibles, que bajo el manto de la vejez y la soledad producen una imprescindible relación intersubjetiva para leer el mundo desde los espacios íntimos y cotidianos.
Referencias bibliográficas
-Castoriadis, C. (1983). La institución imaginaria de la sociedad. Barcelona: Tusquets Editores.
-García Márquez, G. (1980). El otoño del patriarca. Barcelona: G.P.
-García Márquez, G. (1989). El coronel no tiene quien le escriba. Buenos Aires: Sudamericana.
-García Márquez, G. (1989). El general en su laberinto. Bogotá: Oveja Negra.
-García Márquez, G. (2004). Memoria de mis putas tristes. Bogotá: Editorial Norma.
-Halliday, M.A.K. (1978). El lenguaje como semiótica social. México: Fondo de Cultura Económica.
-Jung, C. G. (1988). Arquetipo e inconsciente colectivo. Barcelona: Paidós.
-Kristeva, J. (1987). Historias de amor. México: Siglo Veintiuno Editores.
-Levinas, E. (1993). El tiempo y el otro. Barcelona: Ediciones Paidós.
-Nietzsche, F. (1971). “La Genealogie, l’historie” en el volumen colectivo Hommage a Jean Hipolite. París: P.U.F.
-Ricoeur, P. (1999). Historia y narratividad. Barcelona: Paidós.
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*Artículo publicado en Revista VERBUM • Vol. 11 No. 11 • Diciembre de 2016 • Universidad Sergio Arboleda • Seccional Santa Marta • ISSN 2145-387X • 27-39
Cómo referenciar este ar culo: Hernández Carmona, L.J. (2016). El dilema de la vejez en la narrativa de Gabriel García Márquez. Verbum, 11(11), 27-39.
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