domingo, 25 de enero de 2015

CIUDAD Y LITERATURA; LA ARQUITECTURA DE LA SENSIBILIDAD


Ciudad y literatura; la arquitectura de la sensibilidad[1].



Luís Javier Hernández Carmona
Universidad de los Andes

Las ciudades no solo representan una arquitectura física sino también una arquitectura sensible conformada por el universo panóptico de la palabra y la expresión de la sensibilidad de los Seres que cohabitan dentro de los espacios poblados. La ciudad se constituye en una interrelación de subjetividades que tienen en la literatura –y el arte en general- su mejor aliado para mostrar a los hombres hechos ciudades. Es el escenario del reencuentro cotidiano de la sensibilidad que fluctúa entre lo individual y lo colectivo, lo uno como esencia de lo otro, en constante interrelación.
            Dos vértices sostienen la arquitectura de la sensibilidad, uno apunta hacia lo telúrico y lo dimensiona entre paisaje y hombre, todavía respirando aires épicos. El otro, la ciudad desdoblada en palabra, hecha lenguaje traslucidamente urbano. Dos referentes en apariencia disímiles cohabitan en los surcos de la palabra y hacen de los espacios poblados un “potens poético” que sigue latente en los predios de la imaginación y las alas de la utopía.
            El hombre, ente generador de procesos culturales, ha visto en el lenguaje la posibilidad de expresión que vence las fronteras y permite la extrapolación de la materia significante que enriquece la contextualidad, y así produce textos que sin proponérselo, o con todo el propósito explícito, articulan un rasgo biográfico que puede interpretarse tanto en lo individual como en lo colectivo.
            La arquitectura de la sensibilidad está íntimamente ligada a esa posibilidad “autobiográfica” de la palabra; al autoreconocimiento reflexivo que busca raíces y explicaciones a través de un diálogo íntimo entre el Ser y su reflejo en acción concomitante e inseparable.
La literatura se convierte así en el espejo donde se buscan las respuestas o se propende hacia ellas en una alternativa estrictamente íntima. Lo cual genera toda una “dinámica coercitiva”, puesto que la crítica misma o reescritura literaria es una especie de autobiografía. 
         La región literaria –especie de ontología militante- siempre ha representado esa articulación autobiográfica que subyace a manera de corriente ideológica para despuntar luego a razón de estructurante central de determinando texto literario. Esa ideología devenida en utopía o planteamiento dentro de la posibilidad del Ser, constituye la forma de mirar la realidad a través del cristal de la poesía, y más insistentemente de la literatura toda. Los límites del mundo (región óntica y región literaria) están contextualizados por el lenguaje –sea cual fuere su modalidad expresiva-
            Desde el mismo momento de la llegada del europeo a tierras americanas, la región referencial, geográficamente delimitada, ha constituido un profundo atractivo de la palabra para mostrar al hombre en un acto reflexivo. En las Crónicas de Indias bajo el encanto y hechizo de un continente maravilloso, la mirada se asombra y la imaginación contiene más fuerza y evidencia que el referente histórico. Así surgen los cimientos para lo real-maravilloso latinoamericano. La “natura” es filosofía subyacente dentro de un contexto histórico donde el plano referencial alude a una microhistoria extensible a un “yo” colectivo entronizado dentro de un espacio geográfico.
            En esa mirada tenemos el sentido panteísta-positivista de Andrés Bello y la intencionalidad ideológica de trasponer umbrales a través de la condición geográfica y la utilización del impacto natural a razón de referente. La región natural dentro de la poesía venezolana va solapadamente acompañando las diversas posturas e inclinaciones poéticas-ideológicas que intentan configurar la autobiografía colectiva de una nación que anda a tropel de caballo y bajo las glorias épicas de su emancipación; allí en ese extremo, descansa Venezuela Heroica (1881) de Eduardo Blanco y los textos de Juan Vicente González, produciendo la especie de ensenada épica que desborda el referente histórico inmediato y se deja seducir por la magnificencia del lenguaje y la pasión nacionalista para desbordar en lo didáctico-moralizante.
            Hombre y paisaje se hacen inseparables y surgen las categorías femenino-maternales de madre patria, historia patria, en mimesis y traslación del concepto de madre tierra; con toda su implicación emocional la región natural se transfigura así en objeto subjetivizado, y la región geográficamente delimitada se incorpora a la poética nacional y forma parte de la literatura telúrica del siglo XIX.
Literatura de la tierra donde el espacio natural pasa a ser una especie de actante que intercambia roles y personalidades en un juego ideológico inmerso dentro de una historia de las ideas. En Latinoamérica, un caso concreto, aunque no único: Martín Fierro (1872) de José Hernández. En Venezuela, bajo la denominación de Criollismo, una larga y provechosa lista de publicaciones constituyen esta visión romántica de la tierra que esgrime un subyacente contenido ideológico en procura de nuevas y mejores formas de vida. Un ejemplo puntual: La Silva Criolla (1901) de Francisco Lazo Martí, donde la expresión poética se concentra en un territorio específico.  Aquí la región es corpus estilístico-vivencial al suponer una identidad, o la búsqueda de esta, a partir de la reafirmación de lo autóctono y la traslación paisajista de la realidad a través del lenguaje. El paisaje encarna configuraciones literarias y la literatura es reflejo artístico de una realidad fundada en lo rural y campestre, donde la tierra asume fehacientemente sus aristas matriarcales para cobijar a los grandes patriarcas o “caudillos” del siglo XIX y parte del XX. Son tiempos para los hombres de brega que verán llegar su ocaso con el surgimiento de la explotación petrolera.
Una sociedad fundada en el latifundio y sostenida a través de una literatura telúrica ve estremecerse sus cimientos al arribar la sociedad capitalista, y con ella la insurgencia del Modernismo como elemento de contracultura frente al Positivismo exacerbado que copaba todos los órdenes nacionales y mutilaba los sueños del hombre bajo el acordonamiento de la razón. En esos predios, la región natural a manera de eje referencial se evapora y surge otra región: la región cósmica, cercana a la espiritualidad del hombre, soportada por el mito. El alma, los sueños, la muerte, copan las regiones intangibles donde no hay muros ni calzadas, sólo está el hombre y su palabra como instrumento de lucha contra la muerte y el olvido. La región se hace cósmica al representar una particularidad del Ser. El hechizo literario deviene del rompimiento del orden causal de la historia, ya los trazos de legitimidad no están en el referente histórico sino en un código específicamente autobiográfico de cada escritor. En este sentido, Ramón Palomares es la concreción personificada del mito tangencialmente regional, el mito que circunda el espacio confidencial y estructura un códice a descubrir dentro del entramado verbal. Ramón Palomares hace Reino esa región cósmica y la echa a volar a ras de la palabra, al filo del relato poetizado, construye un espacio entre los linderos de la historia y la ficción, edifica un tiempo nutrido por la conciencia mítica que siempre aguarda en medio del tiempo histórico:  “Hoscas conversaciones que llegaban/Gentes del sueño Gentes del viento/Eran árboles ventosos/Golpes de corazón/De una vez nos llevaban/Nomás éramos conversación/Éramos árboles y gentes de sueño/Almas erradas Errantes árboles/Y furiosos dábamos vueltas a la vida/Hurgando las cenizas/Hurgando unos rescoldos/más allá de nosotros”[Palomares. 1985:  228]
           
El paisajismo geográfico de la literatura queda atrás, de él quedan los mitos, los encantos que se mudan a la ciudad y forman una “cofradía” literaria para deambular con los fantasmas familiares, convivir con los espantos y rescatar de esa manera lo que la modernidad desarticula en un mundo cambiante. Francisco Pérez Perdomo construye su “ars poética” o su universo simbólico desde una conciencia mítica que logra desbordar la conciencia histórica para construir una estancia explícitamente literaria a través de los fantasmas afables que comienzan a poblar la conciencia y la palabra como rescoldos de la región cósmica que no se diluye en el tiempo: “De entre las ruinas/de la casa antigua y olvidada/se levanta como una música/ese ser irreal/que puebla la abstracción de mis sueños” [Pérez Perdomo. 1980: 13]
La región del hombre se hace ciudad y se analogiza en innumerables metáforas; el poeta colombiano Juan Manuel Roca en Farmacia del ángel la dibuja: “La ciudad. De ciudades ebrias se fragua/Un país. De países se construye/El olvido. De desmemoria es la tinta/Con que se traza la palabra” [Roca. 1995:.21]. Y el hombre se hace peregrino y errante de su propio mundo en un espacio para la desmemoria y el olvido, para el eterno rescate del cuerpo a través de la palabra y en la plenitud de la creación; siguiendo con Roca transitamos en una sinonimia del destierro, una semántica de la desmemoria: “Dicen/Que los pies carecen de memoria./Que los pasos devorados por las calles/Desembocan noche a noche en el olvido./Por entre secos pastizales/Cruza el vagabundo enfundado en/Un cuerpo al que nunca acaba de habitar”[Ídem. 59].
Para Vicente Gerbasi, la ciudad no es palabra sino ruido que acalla la voz de la región natural, voz que solo percibe el poeta en su locutorio de silencio y el sagrado éxtasis de la poesía: En el ruido que hiere la ciudad sólo oigo una voz que me llama/y de las campanas veo nacer aves hacia bosques lejanos,/como si fuera yo un caminante hacia iglesias aldeanas/bajo guirnaldas rayando en altas primaveras./Nadie llora en la luz junto a las flores/pero junto a mi pasa, como sombra delgada, la tristeza del mundo,/sobre los horizontes como invierno huyendo de la tierra”[Gerbasi. 1986: 25]
La región literaria constituye un cuerpo que busca rescatar la sensibilidad dispersa por el mundo de la razón y la lógica. Al precioso cisne de la región natural le han torcido el cuello, sólo queda la ciudad derruida. La poesía se hace juego de máscaras que a través de la palabra propone un alejamiento de la realidad para construir un mundo posible donde la historia se extravía en los laberintos de la memoria y las encrucijadas del espíritu. La visión de la región se atemporaliza, la microhistoria surge atenazada a una cosmogonía (historia atemporal – mítica) producto de la ensoñación y sensibilidad poética. Aquí entramos en los predios de la región cósmica que en alas de la metaficción apela a una significación más compleja, a un corpus referencial más denso. Ana Enriqueta Terán, juega a ese conjuro de enmascarar realidades, vivificar la palabra frente a la apoteosis del acontecimiento: “Amo la tierra yerma y desolada,/en aves, en cristal, en encarnados/tallos gigantes de la edad pasada./En montaña tenaz, en erizados/juncos perdidos en la luz, sabiendo/vetas de mineral, peces anclados/en cortezas hundidas. Reluciendo/va mi voz por colinas y montañas/por valles frescos de color ardiendo” [Terán. 1991: 36].
El exilio paradojal de Pérez Bonalde en Vuelta a la patria (1877) se entroniza en la literatura venezolana y el escritor acude a regiones equinocciales para crear sus textos en alas de la libertad y embrujo de la imaginación. José Antonio Ramos Sucre funda un “ars poético” desde un yo íntimo que deambula en los entresijos de la ciudad derruida: “He salido, asentada en un pueblo pedregoso, durante el sueño narcótico de una noche y he olvidado el camino de regreso. ¿Habré visto su nombre leyendo el derrotero de los apóstoles? Yo estaba al arbitrio de mis mayores y no les pregunté, antes de su muerte, por el lugar de mi infancia. La nostalgia se torna aguda de vez en cuando. La voz del ser afectuoso me visita a través del tiempo desvanecido y yo esfuerzo el pensamiento hasta caer en el delirio” [Ramos Sucre. 1992: 116]
            La escritura se transforma en profunda lucha contra la muerte y el olvido. El poeta es exiliado del espacio natural que lo cobijó con el cromatismo y la policromía de los colores.

El verde azaroso y elegante de la región natural es sustituido por el gris melancólico de la ciudad derruida que alienta la desmemoria del espíritu y lo calcina en la muerte de la utopía y el fin de la historia.  
            Es el tránsito desde una subjetividad rural hacia una subjetividad urbana, que se entrecruzan para constituir la arquitectura de la sensibilidad, donde palabra y espacio son los mediadores entre el hombre y su realidad, puente entre una región cósmica que se refugia en la memoria y asalta a ratos los referentes de la literatura para mostrar la nostalgia entre los tiempos idos y por venir.


            Como caso concreto, la literatura trujillana es seudónimo de la historia de una “comarca” inserta entre dos extremos: el referente histórico y el sustrato mítico; la fusión de uno y otro permiten la presencia de la metaficción representada por la creación de mundos posibles e instancias que vencen el mundo referencial al permitir nuevas analogías dentro de la lógica literaria. Desde Bolivita (1901) de Ángel Carnevali Monreal (primera novela trujillana) hasta Viejo (1994) de Adriano González León, la literatura trujillana se ha balanceado entre dos regiones: la región histórica y la región cósmica. Y en ambas, está contenida la historia de esta comarca literaria llamada Trujillo. Igual referencia encontramos con respecto a la poesía, pudiendo establecer una demarcación desde Blas Ignacio Chuecos a Francisco Pérez Perdomo[2].
Entre historia y literatura media el texto y, a él, refieren diversas miradas y voces para buscar caminos e interpretaciones, analogías y rupturas. Los arquetipos se transfiguran en elementos detentadores de significación y por ende en mediadores entre la circunstancia interpretada y el texto mismo. De allí que la crítica literaria comporte en su interior una profunda carga autobiográfica o un compartir mutuo de experiencias. Nuestra literatura es reflejo de la historia trujillana; Isidoro Requena en Trujillo en sus novelas (1992) lo expresa mediante la analogía con un juego de espejos.
Ese juego de espejos, reflejos que ocultan y revelan, no solo están contenidos dentro de la narrativa y la poesía trujillana. También en los textos que se hacen crónicas literarias a través del esfuerzo por historiar mediante una crónica que se poetiza al representar la comarca como objeto subjetivizado. Muchos son los intentos y modos ejercitados dentro de la literatura trujillana, referiremos algunos a manera de ilustración: Amílcar Fonseca en Orígenes trujillanos (1953) lustra la palabra con emoción y el ensayo gana cadencia literaria, de alguna manera se ficcionaliza al ingresar a un tiempo no histórico, casi mítico, controvertido a través de la sensibilidad del escribiente. Lo mismo ocurre en Mi infancia y mi pueblo (1951) de Mario Briceño Iragorry; el perfil autobiográfico sirve para escribir una crónica de Trujillo en profundo correlato del enunciante con la historia de la patria chica y llevarla a abrazarse con la patria grande. Tulio Montilla construye sus crónicas en lo Contó el abuelo (1989) desde la voz del antepasado que valida un tiempo y espacio histórico que se hace conversacional, íntimo. Antonio Pérez Carmona en Hombres y tierra mágica (1982) hace que el texto converse la historia, guíe al lector a través de la anécdota y la microhistoria para reconstruir la memoria de la “ciudad-comarca” esencia y raíz de la identidad regional.
            La literatura trujillana en un gran sentido y medida ha tendido hacia el reflejo sociológico de la realidad, intuyendo una ideología militante que transcurre subyacente dentro de los textos. Pues ha sido la literatura de la región, donde la comarca es punto neurálgico de las producciones literarias. Existe una profunda y marcada preocupación por el entorno donde la región se conceptualiza a través de la palabra y pasa a ser expresión íntima. Palabra y región configuran un elemento de singular relevancia en la literatura trujillana enriquecida con ese aforo sociológico que penetra en la psicología del actante y en la fluencia del entorno a medida que el discurso literario reconstruye una realidad y la envuelve en un proceso metaficcional para que alcance su productividad.
Ednodio Quintero puntualiza la literatura “de los Andes” en profunda convivencia con la región maravillosa y maravillada que obra en el borde de los sueños y los acantos de la palabra. En una pequeña presentación que sirve de prólogo al texto Narradores andinos contemporáneos, publicado por Fundarte en 1979, reivindica la “región” a manera de agente estructurante, explícito o no, de nuestra literatura: “Nos negamos a cualquier simplificación que pretenda, falsificando nuestra historia, explicarnos desde la óptica de una tarjeta postal. Asumimos nuestras montañas, los ríos y los árboles; el canto de los pájaros y nuestra propia oscuridad. El escaso oxígeno nos basta para alimentar nuestros sueños. Y, como cuchillo en la niebla –metáfora de otro sueño, tal vez efímero- proponemos, una nueva lectura que, si no alcanza a devolvernos la fe perdida, al menos restituirá la confianza de nuestros demonios”.
Más allá de los espacios de concreto y los urbanismos modernos, el  espacio de creación de la literatura trujillana se encuentra en lo lúdico, las estampas de la tierra, creencias que se mudan como el encanto de Salvador Valero, mitos que niegan su ocaso y surgen revitalizados cada vez que la palabra y el ingenio inmensamente humano los convoca desde la arquitectura de la sensibilidad, como la ciudad otra que convive en la memoria y la nostalgia potenciando una cercanía con el entorno que construye sus rasgos identitarios a partir de la conjunción entre ciudad y región cósmica, la ciudad presente y la del recuerdo asidas a la palabra y la literatura como vehículos para ingresar en los reinos de la imaginación y la utopía.
En controvertida metáfora, lo telúrico siempre habitará en los predios de la ciudad que avanza vertiginosa en su desarrollo y progreso, la región natural que desaparece con la aparición de grandes edificaciones, reaparece en la literatura metamorfoseada en región cósmica que funda otra ciudad ensoñada, del recuerdo y la memoria, a partir de una arquitectura de la sensibilidad que se hace visible a través de la palabra y la nostalgia.

BIBLIOGRAFÍA
Palomares, Ramón (1985) Poesía. Caracas, Monte Ávila Editores.
Pérez Perdomo, Francisco (1980) Círculo de Sombras. Caracas, Monte Ávila Editores.
Quintero, Ednodio (1979) Narradores andinos contemporáneos. Caracas, Fundarte.
Ramos Sucre, José Antonio (1992) Antología. Caracas, Biblioteca Ayacucho, Colección Claves de América
Requena, Isidoro (1992) Trujillo en sus novelas. Trujillo, Biblioteca Trujillana de Cultura.
Roca, Juan Manuel (1995) La farmacia del ángel. Santa fe de Bogotá, Editorial Norma.
Terán, Ana Enriqueta (1991) Casa de Hablas. Caracas, Monte Ávila Editores. 

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